Las
campanas sonaban
llamando
a los fieles,
como
todos los días.
La
Iglesia, un pañuelo,
donde
cabían todos los feligreses
de
aquel pueblo en abandono.
La
gente apenas llenaba
su
plazuela principal.
Jubilados
de pelo cano,
media
docena de vecinos
pasada
ya su mitad de todo,
algún
pequeñín en brazos
o
jugando con su imaginación.
Sus
vidas, fruto más de errores
que
de anhelos..
El
pueblo se moría sin alma,
pero
sus campanas
seguían
sonando.
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