El cielo a
pleno día
vestía el luto de la noche.
Las nubes desgarradas,
holocausto de la alegría,
tejían un laberinto muy negro.
Ráfagas tétricas
se convertían
en tambores invisibles,
en tracas de
artificio.
Al instante, un aguacero lacrimoso
para el que no había resguardo,
empapaba todas las sequedades.
Al volver la cabeza,
tu paraguas azul y blanco,
me invitó a un cobijo inesperado,
anunciando que el firmamento
se abriría a la calma y a la luz.
Y una franja de vivos colores
alumbró
de pronto el horizonte.
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